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EL PRIMER DÍA EN LA ISLA - ANTONIO SOTELO (1977 - ...)

  • Foto del escritor: Antonio Sotelo
    Antonio Sotelo
  • 13 jun 2020
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 23 jun 2020


No recuerdo si nos embarcamos en el muelle del Callao o en algún otro lugar, lo que me viene a la cabeza es la sensación de miedo y ansiedad que experimentaba en ese momento. Conmigo iban cerca de cincuenta jóvenes con rumbo incierto. El hombre al mando del grupo dio un grito para indicarnos que nos agacháramos y nos cubriéramos la cabeza con las manos. Nadie protestó. Al parecer, todos asumimos la idea de guardar silencio ante aquella sorpresiva e innecesaria demostración de violencia de aquel desconocido que teníamos frente a nosotros. Es increíble el poder que puede tener alguien sobre completos desconocidos por el solo hecho de asumirse, sin democracia de por medio, en el abanderado de la estentereidad. Entre todos, fácilmente, podíamos tomar la lancha en una digna gesta emancipadora y arrojar por la borda a aquel simpático y ruidoso caballero, sin siquiera esforzarnos mucho, pero, contra toda lógica, continuamos en silencio: callados y sumisos. Nos pusimos en marcha lentamente al ritmo bamboleante que imprimía la fuerza del motor al golpear contra las olas que iban y venían.


Nunca me había gustado el mar. De pequeño, siempre soñaba que era arrastrado hacia él o que se salía y lo inundaba todo. Mamá me decía que era porque era un niño miedoso. Pero, que en algún momento de mi vida tendría que ser valiente. Una vez, tuvimos que ir, con mi familia, a la playa. Eso sucedía pocas veces. El sol estaba radiante en un cielo celeste sin nubes en el horizonte. El lugar estaba algo despejado. Nos asentamos en la parte izquierda, cerca de los botes. Estuvimos charlando un rato hasta que la gente, poco a poco empezó a poblarlo todo. En un momento me alejé del grupo para intentar nadar por mí mismo. Por un rato estuve observando a algunos bañistas y memoricé la técnica. No parecía difícil. Fui ingresando hasta la altura de la cintura. Creí que era lo más prudente. Entonces, me lancé en paralelo a la orilla para iniciar la faena sin que nadie me note, sobre todo por los errores que, sabía, cometería. Sentía que avanzaba entre la confusión de manotazos, espuma, agua salpicando y desesperación a la vez. Me detuve. Noté que no había progresado mucho. Volví a intentarlo, esta vez con mayor determinación, pero con más calma. Lo hacía mejor. Me concentraba en mi cuerpo. Estiraba los brazos, uno después de otro. Los pies debían impulsarme armoniosamente hacia adelante. De todos modos, mi cuerpo seguía tenso. Tenía los ojos abiertos, sin embargo, no miraba a nada en particular. Toda mi atención estaba en mi cuerpo. Cuando tuve la sensación de cansancio, me detuve. Esta vez, mis pies demoraban en alcanzar el fondo. El pánico se apoderó de mí. Mis manos y pies empezaron a hacer movimientos desacompasados, totalmente descoordinados. Traté de tener la boca cerrada. Dos motivos me impulsaron a mantener esta decisión hasta el final: la primera era que si tomaba agua , estaría perdido. La segunda era no menos importante, pues si empezaba a gritar, y al final no me ahogaba, después, el ridículo sería mayúsculo. A punta de un esfuerzo desordenado noté que uno de mis pies tocaba lo que parecía ser arena. En ese momento, imaginé cómo se sentiría un náufrago al ver, después de un tiempo prolongado, la tan añorada tierra salvadora. Dirigí mis esfuerzos hacia ese descubrimiento reciente. El otro pie también pudo afirmarse. Mis brazos, en un épico esfuerzo, por lo general, acostumbrados a tareas menores, luchaban por arrancarme de las fauces de la muerte segura y poco honorable. Finalmente, salí con vida, sano y salvo pero aterrado. Cuando regresé con el grupo, mi familia no había notado mi ausencia.


Esa no fue la única vez en que estuvo en peligro mi vida por tratar de disfrutar de las delicias del mar. En otra ocasión, mi cuñado, un hombre dotado para la actividad física, no tuvo mejor idea que llevarnos a los chiquillos del barrio a correr y ejercitarnos a la playa. Así estuvimos dándole a los saltos y volteretas, para mí, un tiempo eterno hasta que notó que estábamos extenuados. Cuando ordenó que paremos todo, caí derrumbado sobre la arena. Me hubiera quedado toda la vida allí, a no ser porque se le ocurrió que vayamos a la punta de las peñas para lanzarnos al mar. Dijo que luego descansaríamos. Casi todos, menos yo, se entusiasmaron con la idea. A duras penas me pude poner de pie. En fila india nos fuimos al lugar acordado. Llegado al punto, mi cuñado fue el primero en lanzarse al agua. Hizo unas piruetas, empezó a nadar para dirigirse a la orilla. Así lo siguieron Epa, luego Taco, después Cohique, Romel y Javier. Yo era el último por lanzarse. Vi que todos, igual, en la misma fila india en la que habíamos llegado, se dirigían a la playa. Me incliné lentamente para lanzarme, pero vi que algunos ya se acercaban a la meta. Pensé que no era muy difícil. Solo era cuestión de estirar los brazos y luego no parar. Cuando me di cuenta, ya estaba en el agua. Empecé a bracear como la vez anterior. No avanzaba mucho. El cansancio extremo influía en eso, sin duda. Poco a poco sentía que mis brazos se iban haciendo más pesados. La orilla estaba lejos aún. Con un pie traté de tocar el fondo: solo había un vacío infinito. Nada. En vez de acercarme, sentía que me alejaba. Mi cuerpo también se hacía pesado. Cuando me di cuenta, empezaba a hundirme. Mi agotamiento era tal que no podía manotear con fuerza. Tampoco podía gritar. Me despedía del mundo sin dar pelea. Parecía que lo que me dijera un día mi madre sobre el miedo y la lucha no se cumpliría. Estaba derrotado y, en silencio, me entregaba a la muerte. De pronto, cuando ya no había esperanza, de la nada surgió un brazo que me tomó por el cuello y me sujetó con fuerza.


- Tranquilo, no te desesperas.


Era la voz de mi cuñado. Lo que él no sabía era que en ese momento, no tenía fuerzas para nada, ni para desesperarme.


- ¿Puedes moverte?

- No. Estoy muy cansado.

- Tranquilo, vamos a salir.


Y así fue como salvé la vida por segunda vez. No recuerdo que, durante esa época, haya habido una tercera.


Lo que me dijo mi madre, siempre me daba vueltas en la cabeza. Cuando estuve en esa embarcación, escondido como una rata, bajo las órdenes de aquel jefe militar malhumorado y gritón, deseaba que todo termine de una buena vez. Pasaron algunos minutos hasta que golpeamos suavemente contra algo. Tardamos en detenernos completamente. Una vez hecho esto, un nuevo grito nos sacó del ensoñamiento en el que nos encontrábamos. Rápidamente, nos pusimos de pie para salir saltando hacia el muelle. Lo primero que me llamó la atención al asomarme fue que todo lo extenso del muelle estaba protegido a los laterales por neumáticos empotrados con tornillos y recubierto con mallas. Jóvenes vestidos de verde formaban una especie de callejón por donde fuimos pasando para llegar a la playa. Todos, nosotros y los jóvenes de verde, siempre estuvimos en silencio. Algunos nos miraban con curiosidad, en otros había una mirada de rabia, en otros sarcasmo, a diferencia de nosotros, que tratábamos de pasar lo más rápido posible, cargados de miedo y con algo de desesperanza ante lo desconocido.

 
 
 

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