EL GIGANTE ESTÚPIDO - ANTONIO SOTELO (1977 - ...)
- Antonio Sotelo
- 23 jun 2020
- 4 Min. de lectura

En la costa central peruana, el mes de agosto, es de los más friolentos del año, pero, a pesar de eso, a mi memoria llega un día despejado y algo caluroso, debe ser porque los detalles intrascendentes se adaptan a los momentos memorables para no quedar en el olvido definitivo. Los recién llegados a la isla San Lorenzo formábamos en seis filas de ocho o nueve reclutas cada una. Era algo pasado el mediodía y un alférez de tez rosada, gigantesco y de apariencia algo bobalicona, paseaba desinteresado preguntando a uno y a otro cuál era su nombre completo. En aquel momento de congoja y duda, no recordaba ni el mío, así que rogaba a la Providencia que no llegue a mi sitio con su pregunta incontestable. Por cada silencio que recibía por respuesta, un sonoro manotazo a la altura de la nuca era el castigo más apropiado para la tamaña ofensa de no conocer el nombre de tan simpático personaje, que si se hubiera quitado el uniforme caqui, el galón dorado y le hubieran vestido como un civil cualquiera, habría parecido un pobre idiota, en cambio, al ser un oficial naval, aun de menor rango, se le entregaba un poder omnisciente sobre unos asustados reclutas que solo atinaba a protestar con silenciosos gemidos. Increíblemente, otra vez, éramos aproximadamente cincuenta jóvenes sanos y fuertes contra un papanatas abusivo y, por segunda oportunidad, no atinábamos a defendernos.
Cuando terminó con su juego, nos dijo que iríamos al rancho para nuestra primera comida en el servicio militar obligatorio. Llamó a un marinero y le ordenó que nos llevará, primero, al pañol para que nos entregaran una gamela, una taza de latón y una cuchara. Luego, al rancho. Dicho marinero tendría casi nuestra edad. Sus rasgos marcadamente andinos, su tez era trigueña y su mirada ladina hablaban por él y nos decían que no la pasaríamos bien bajo su breve mandato.
Cuando el oficial se fue, el marinero nos dio una orden con un ridículo grito que evidenciaba una voz aguda, andina y rabiosa.
- ¡Para ranas, mierdas¡
De nuevo, nadie protestó, aunque esta vez pude escuchar contendidas risas que pugnaban por no hacerse notar.
- ¡Todos al pañol, indios de mierda!
El ruido que empezamos a hacer en posición tan incómoda al avanzar, terminó por silenciar totalmente el murmullo de burlas que hacían los demás ante tan curioso vocativo, sobre todo, viniendo de un personaje tan singular. El pañol estaba como a veinte o treinta metros, pero por la posición en la que nos encontrábamos, lo hacía ver a algunos kilómetros de distancia. Cuando llegamos, nos entregaron nuestros utensilios y continuamos rumbo al rancho. El camino, desde que dejamos la explanada, había sido de trocha, eso hacía que en cada tropiezo, nuestras rodillas y manos empiecen a sufrir cortes y raspaduras. Cada vez que el marinero se descuidaba, tratábamos de adelantarnos un poco, poniéndonos de pie y dando grandes zancadas. Al llegar, nos pudimos parar, muy adoloridos, para entrar rengueando al gran salón del rancho. Diez o doce enormes mesones de madera con tablones adaptados a modo de bancas a cada lado nos esperaban para darles el respiro final a nuestros adoloridos muslos. El problema era que estaban ocupados por otros reclutas que terminaban de comer. A algunos de ellos, los recordaba del muelle. Ningún grupo se saludó. El marinero nos ordenó que nos dirigiéramos al final del ambiente donde otros reclutas hacían de yimis al lado de las bandejas de comida, quienes nos iban sirviendo a medida que pasábamos por allí.
Estuve ubicado en medio de la larga fila. Cuando llegué a la altura de las bandejas, me pusieron en la gamela una pequeña porción de arroz, junto con un jugo medio aceitoso, y la rabadilla esquelética de un pollo que hacía las veces de sustancioso guiso, agua tibia en mi taza y una naranja. Me dirigí a algún lugar libre, puse mis cosas y empecé a comer. Siempre fui quisquilloso para la comida. A pesar de que mamá tenía que hacer malabares para llenarnos el plato, yo siempre me quejaba para comer, y ella se quejaba permanentemente por por mis reclamos. Si me hubiera visto en ese momento, sin duda, se hubiese echado a reír a carcajadas celebrando que no solo que no podría quejarme, además que tendría que comerme todo sin protestar. Mi consuelo fue un desconocido compañero de al lado. Noté que daba vueltas a todo con su cuchara sin dar ningún bocado. Su rostro mostraba un gesto de asco supremo. Se le veía atrapado en su duda. Así estuvo algunos minutos, mientras yo engullía todo lo que había en mi gamela. Trituré la esquelética rabadilla y, en un par de dentelladas, todo quedó consumado. Me sorprendí al no experimentar ningún tipo asco al comer algo incomestible. Los dos nos pusimos de pie casi al mismo tiempo. Imitamos la ruta que hacían los que iban terminando. Cuando cruzamos la puerta observamos que un cilindro muy sucio, lleno de moscas y restos de comida, hacía las veces de chute. Al lado de él, algunos reclutas rescataban lo que otros habían desechado. Ellos, seguramente, llevaban más días en la isla y, por la cantidad de ración que daban, empezaban a ser atormentados por el fantasma del hambre, que no perdona ningún alma. Mi desconocido compañero llegó hasta el chute con su gamela casi completa. Al notarlo los otros reclutas, se abalanzaron hacia él para arrebatarle todo lo que pudieron. Dicen que cuando el hambre entra por la puerta, la dignidad sale por la ventana. Yo, por la austeridad en la que me crié, siempre había dado cara al hambre, pero nunca al punto de denigrarme, aunque lo que vi en esa escena fue la punta del hilo de la madeja.
Comentarios